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martes, 31 de julio de 2018

Los castellanos hicieron idólatras a nuestros indios.


Autor. Ivo Basterrechea Sosa.
En reiteradas ocasiones Cristóbal Colón destacó en su Diario de navegación, del que por cierto no existe el original, sino un resumen cuya autoría está en dudas y la mayoría de los historiadores se lo atribuyen al fraile Bartolomé de Las Casas, que nuestros (ab) orígenes, a los que llamaremos naturales, no tenían religión ni sectas, ni siquiera ídolos, conclusión con la que estamos totalmente de acuerdo, por lo menos en el período que media entre el 12 de octubre y el 25 de diciembre de 1492. Cualquier otra inclusión de religión, creencia o idolatría la consideraremos un anacronismo del cronista, válganos la redundancia, o del propio Almirante. Los primeros que llegaron postrándose al suelo y mirando para el cielo fueron los castellanos, ante los ojos incrédulos de los naturales, que nunca los vieron caer de tan alto, sino simplemente llegar en extrañas naves a través del mar. Aquellos infelices naturales lo que más pudieron hacer, ya que tampoco dominaban lengua alguna como para cuestionar y salir de su asombro, era imitarlos y tocarlos por resultarles raros en su mundo natural, en el que hasta ese momento vivían y así se comportaban durante los primeros tiempos del descubrimiento. Los que no perdieron tiempo fueron los cristianos tratando de convertirlos a la Fe, uno de los objetivos propuestos por los Reyes Católicos, al autorizar la empresa hacia el descubrimiento de nuevas tierras. ¿Cuándo los volvieron idólatras? En cuanto el Almirante partió de regreso a España para llevar las nuevas a los Reyes y verse obligado a dejar treinta y nueve hombres en el Fuerte de la Navidad, en la isla La Española, estos castellanos durante casi un año del regreso de Colón, algunos quizás imbuidos verdaderamente en la Fe Católica, y la casualidad en que el mismo día de la Natividad de Nuestro Señor, encallara la nao capitana Santa María, llamada así en honor a la Virgen, en algún momento de aflicción, tallaran, porque entre ellos quedó un tallista de barco, una virgen en madera e intentaran levantar una ermita o capilla, o algún oratorio privado en el Fuerte, cosa muy normal en esos tiempos y fue allí, donde enseñaron u obligaron a los Naturales a rezar el salve a la virgen. ¿Cuántos de aquellos cristianos enseñaron a los naturales a hacer figuras con formas femeninas?, por cierto, las que más abundaban según el mismo fraile Las Casas, entre los ídolos llamados cemí que quedaron en el relicario, al que luego bautizaron como taíno. Por razones políticas entre España y sus colonias en América, florecieron sentimientos patrioteros en la clase media, fundamentalmente a finales del siglo XVIII y principio del XIX, donde comenzaban a despuntar las ideas independentistas de los incipientes criollos, adjudicándole a nuestros aborígenes cosas que jamás hicieron ni mucho menos dijeron, hasta crearles una cultura y una lengua propia que los identificara, idea que poco a poco tomaron más fuerzas cuando se dieron a conocer, las atrocidades hechas por los peninsulares, denunciadas por el propio Bartolomé de las Casas. Los naturales sin herramientas y sin los conocimientos, nunca pudieron hacer tales figuras. Pero sí aprendieron a adorarlas y cuando dejaron de existir aquellos treinta y nueve peninsulares, autores y testigos de la enseñanza para la adoración a la Virgen, y Colón regresaba en su segundo viaje con mil quinientos hombres, entre ellos un fraile, para colmo catalán llamado Ramón Pané, que tampoco nos explicamos como por arte de magia conocía hasta cuatro “lenguas” de nuestros naturales, pudo con su volátil imaginación, redactar su increíble Relación, más sacada de los cuentos árabes o chinos, que de ningún otro lugar. Creemos que Luis de Torre, el judeo converso, jugó un gran papel, no sólo en ser el primer filólogo, sino también en tratar de enseñarles pasajes bíblicos, sobre la creación y muchos otros, que más tarde cuando los naturales, ya sin ningún testigo de aquellos treinta y nueve hombres, trataban de explicar al fraile Ramón Pané, éste al que ni remotamente le podía pasar por la cabeza, que aquellos salvajes trataban de explicarle lo poco que habían aprendido de la Biblia, pasajes de la multiplicación del pan y los peces, quizás sobre la cura de los leprosos y por eso, la similitud de aquella Relación, con otras historias africanas, árabes o asiáticas.
Cuando uno lee y entre más lee, la historia del fraile Pané se da cuenta que nada o casi nada se relaciona con nuestros nativos ni siquiera el lenguaje, a no ser un puñado de vocablos, que al final sabemos que son más castellanos que aborigen. Fue aquí en el Fuerte de la Navidad donde nuestros ancestros aprendieron la idolatría a partir de lo que los peninsulares les enseñaron a hacer. Estos últimos en medio de la calma, en la soledad, bajo la lluvia o en tiempos tormentosos, se postraban implorando ante aquellas “figuras” o esculturas, vaya usted a saber, con qué forma o terminación lograda, en plena oración a la Virgen María, ante los ojos incrédulos de los nativos que no habían visto jamás cosa igual, y que por ingenuidad o inocencia, o por orden de sus amos en el afán de cristianizarlos, o en reunión familiar los convocaran a una hora determinada para el rezo del salve o el avemaría, y el portugués clamando por Maya o Mayía y los infelices indígenas, repitiendo como loros lo que escuchaban, hasta aprenderlo de memoria y adoptarlo como hábito en sus costumbres y rutinas.
Y qué decir de la cantidad de ídolos o cemí, que los cronistas le achacaron a los indios su elaboración y quedaron como arte taíno. Acaso no fueran elaborados por los mismos cristianos para burlarse del mozárabe o judío y que cuando uno los observa con detenimiento, los femeninos tienen como una especie de diadema muy usada por la hurí, virgen perpetua de los musulmanes, y los ídolos masculinos con arabescos y rasgos moriscos o judíos, reiterados con una patena (en el rito católico, bandeja pequeña, generalmente dorada, donde se deposita la hostia durante la celebración eucarística) sobre la cabeza, como burla, a aquel converso, judío o moro, (vean la expresión de rechazo en su rostro, al apretar los dientes), obligado a abrazar la fe cristiana, o de lo contrario sería juzgado por el Tribunal de la Santa Inquisición, y pudo suceder lo que dice aquí el Almirante, que entendió que allí, uno de los 39, que dejó, había dicho á los indios y al mismo Guacanagarí algunas cosas en injuria y derogación de nuestra sancta fe, y que le fue necesario rectificarle en ella, y le hizo traer al cuello una imagen de Nuestra Señora, de plata, que antes no había querido recibir, y bien pudo ser el Luis de Torres, o algún moro converso que hizo el viaje. 





Acaso no pudo el tallador que dejó Colón, quien hiciera aquellas figuras horrendas, que ahora no le meten miedo a nadie, pero me imagino que en aquellos tiempos cualquier cosa amedrentaba a los nativos, y esas figuras pudieran ser como moringas que según Fernando Ortiz, pág 67, del Catauro de cubanismos, era un fantasma imaginario, como dice Suárez. Y debió ser voz castiza. El moro, la mora, fueron motivo de miedo durante siglos, y aun hoy en ciertas regiones españolas, para los niños; fueron el coco. Moringa hubo de decirse en Cuba, de moro con el sufijo despectivo inga, tan frecuente en América; como allá en Extremadura se oye decir aún, moracantana en igual sentido, para esta vez doblegar a los indios y someterlos a través del raro culto consagrado al miedo. Y quizás, más tarde cuando el Almirante regresó al cabo de un año, acompañado por sus hombres, determinaron llamar a aquellas figuras cemí o ídolos y que los nativos se postraban ante ellos. ¿Cómo explicarle a los conquistadores que no lo hacían ante otro Dios, sino ante la figura que lograron los mismos cristianos, a lo más parecido a la Virgen?. Qué fueron convertidos y obligados por sus amos, los que ya no existen y no pueden dar fe de ello. Qué ellos fueron obligados o convencidos por sus amos a repetir una y otra vez, lo que veían hacer, o hacían lo que se les ordenaba. Los treinta y nueve hombres murieron o simplemente desaparecieron porque al regreso de Colón, no encontró a ninguno vivo. Aunque el Almirante no tomó represalias de venganza en ese mismo momento, la semilla quedó sembrada en su mente y en las de los mil quinientos peninsulares que llegaron en diecisiete naves, que lo acompañaron en su segundo viaje. Sin los treinta y nueve cristianos, no había testigo para poder explicar porqué aquellos nativos, se postraban antes las esculturas de palo, barro o piedra, pidiendo en su rudimentario lenguaje, porque idioma no tenían, ni tampoco religión, a Maya por María, creando el espanto entre los mismos cristianos y frailes que acompañaban al descubridor, los que sin ninguna compasión arremetieron contra los infelices, torturándolos, sometiéndolos y matándolos, o quemándolos en nombre de la Cruz, por idólatras. Se imaginan a los infelices nativos imitando a aquellos hombres, que se postraban ante cualquier pedazo de palo que se pareciera a la Virgen, a la luz de una (hacha) vela y quizás aprendieron a decir  Marohu, Maroya, Mona, Marois. — Semi que representa á la luna, á quien Pedro Mártir dá el primer nombre, o  Maya, Mayana. — No, nada, malo, o Mayana-maca. — No, lo que no es, nada. — No está aquí, del libro Cuba primitiva de Antonio Bachiller y Morales, cuando los peninsulares le allanaban sus casas en busca de ídolos. Se imaginan la confusión de aquellos seres, sin poder explicar que esos ídolos fueron hechos por varios de aquellos hombres del Fuerte de la Navidad, tratando en su desesperación de encontrar alguna palabra o lógica para tal avasallamiento, de explicar que quienes los volvieron idólatras fueron sus mismos hombres. Y de ello hay un ejemplo registrado: Al segundo día de haberse marchado el fray Ramón Pané, que llegó en el segundo viaje de Colón, seis súbditos de Guarionex (El cacique amigo del Almirante), tomaron unas imágenes que el fraile dejó y las enterraron en un conuco, como solían hacer con algunos de sus propios ídolos para que la tierra diera sus mejores frutos, pero como los cristianos recién llegados no entendían de tales ritos propiciatorios, pensaron que habían querido escarnecerlas. Y agrega Pané en su Relación, que se dio conocimiento a Bartolomé Colón hermano, del Almirante que se había ido para Castilla, y como lugarteniente del virrey y gobernador de las islas, formó proceso contra los malhechores y sabida la verdad, los hizo quemar vivos públicamente. Siendo a mi entender, el primer “Auto de Fe” en América.

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