Autor. Ivo Basterrechea Sosa.
Fotografía de Gilberto Santa Rosa.
Ya
Pichardo desde 1836, nos describía el insecto que en estaciones de aguas pueblan los campos, ofreciendo tres luces
fosfóricas. Se mueven en direcciones inconsistentes pareciendo estrellas
volantes. La caña dulce y la lumbre los atraen, se alegran echándolos un rato
en el agua, sirven de adorno, recreo y luz, conservándose en cocuyeras, que
José García de Arboleya, en su Manual de la Isla de Cuba, pág. 172, después de
decir lo mismo que Pichardo, argumentaba que
la luz era suficiente para leer una carta, y esto los hace un recurso precioso
para los amantes. Las damas suelen llevarle en su pañuelo de mano y aun al
pecho. Eso me hizo recordar que siendo niño viví algún tiempo cerca de una
marina, en un bohío rodeado de mangles y cañaverales, por supuesto sin ningún
tipo de electricidad, y veía a mi padre agujereando güiras para hacer cocuyeras
y llenarlas de cocuyos, que iluminaban la noche con una luz azulada de gran
intensidad. ¡Era hermoso! Luego viviendo en el pueblo, debajo de las luces
fluorescentes que atraían cantidad de insectos, jugábamos al salto del cocuyo,
pidiendo un deseo si mal no recuerdo. Las cocuyeras fueron muy utilizadas por
los esclavos, los guajiros y los mambises. Con el devenir del tiempo la palabra
cocuyera se reconoce como un tipo de lámpara que por sus caireles reflejan la
luz.
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