Lo vi tantas veces, errante, sin rumbo
determinado con La Habana en los hombros, gastando las calles a su paso, y en
cada huella el aire aristocrático de tiempos pasados. A mi entender los
habaneros no tomaron en cuenta a quien les quería decir algo, cuando enarbolaba una
imagen de Fidel, alguna señal, un presagio, alguna similitud, o cuando se
sentaba en el malecón para respirar el guiso de enfrente, o todavía desde su
estatua, en sus harapos de bronce, el vaticinio a perpetuidad de una ciudad
condenada al hambre, a la miseria, a la mendicidad.
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