La
luna plena metida en el anciano que se balancea en las dos muletas de madera,
su sombra se deforma entre las zarzas y los escollos del sendero bañado de luz
hasta la entrada de la caleta, dejando atrás el torreón de vigía por donde
abundan los leprosos y los marranos. El lienzo basto permite ver el recame de
las llagas como relieve de luna, dispersas en la piel morena de los brazos, y
piernas lamidas por un par de perros salidos de los matorrales que lo siguen
rumbo al mar. Los animales muerden la orilla del litoral habanero burlándose de
las olas, ladran de un lugar para otro con la luz de la espuma en los ojos,
mientras una aureola envuelve la cabeza del viejo. La aguasal de otros mares
brota de las llagas y sin importarle, camina sobre las rocas donde las puntas
de las muletas aciertan las oquedades empozadas de agua. Unas ramas pequeñas
retoñan en la madera, crecen enormes y se lo llevan al cielo. Los soldados
españoles de la guarnición del torreón cuentan que en luna llena, en la caleta
se escuchaba el sonido de las cadenas subterráneas seguido por ladridos de los perros,
pero después de fabricado el leprosorio, para muchos llamado San Lázaro, para
otros Babalú Ayé el santo cimarrón, las cadenas dejaron de sonar, pero los
perros continuaron mordiendo la luna hasta amoratarla.
Nota: Fragmento de mi novela inédita “Santísima
Habana”. El hospital de San Lázaro fue inaugurado en 1781.
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