La mísera bujía (vela), desde el ángulo en que ardía, le enviaba oblicuamente su mortecina luz, que, proyectando su silueta hacia el lado opuesto, la recortaba en la pared, dándole la apariencia de una figura cinemática.
Confieso que aquella extremada movilidad me produjo desazón y desencanto; que me impresionó desfavorablemente respecto al carácter de Martí, sospechando—perdóneseme el pecado de tal sospecha—que tanta agitación era estudiado cálculo y teatralidad. Pero este juicio, formado sin antecedentes y a prima facie, fue pronto y cabalmente rectificado, y pocas horas después me hallaba convertido en uno de los más devotos y entusiastas admiradores de aquel hombre excepcional.
Momentos después de haber acampado nosotros allí llego también el general Máximo Gómez, quien no había encontrado al enemigo.
Máximo Gómez, general en jefe del Ejército Libertador en la nueva guerra que comenzaba, había ocupado en la anterior los más elevados puestos de la milicia cubana, debido a su pericia y valentía, y librando las más grandes y gloriosas batallas de aquella contienda. Militar de experiencia y de genio, fue el primero en comprender el método de guerra que debíamos emplear, dadas nuestras condiciones y recursos; y fue el precursor de aquella táctica incontrarrestable de los cubanos, en la que se aunaban, según las circunstancias, la audacia de Aníbal y la prudencia de Fabio.
El general Gómez había desembarcado en Cuba por Sabana la Mar (Baracoa) el 11 de abril de 1895, junto con Martí y cuatro compañeros más, entre ellos los generales Ángel Guerra y Paquito Borrero. Representaba el "Generalísimo", en aquella época, de 58 a 60 años de edad. Era, en relación con los hombres nacidos en las Antillas, de estatura sobre mediana y de recia constitución. Su cuerpo, delgado, de carnes enjutas, nervudo y ágil, dijérase formado de filásticas de acero. Sus facciones eran pronunciadas y enérgicas. La frente, en armonía con el volumen de la cabeza y del tórax, era ancha, y la sombreaban algunos pliegues horizontales. Un espeso bigote le cubría los labios, y una tupida barba, cortada en punta, le ocultaba el mentón. Sus ojos eran pequeños, pero vivos y luminosos, de penetrante, de acerado mirar. El timbre de su voz era claro y agradable, pero hablaba siempre y en toda circunstancia con acento breve y autoritario, como una anticipada negación del derecho a la réplica. Era muy celoso de la disciplina, virtud militar ésta que, aunque él mismo
no siempre practicaba, no se le habría podido regatear la facultad de exigirla en los demás si, poco ponderado de carácter, propenso a la irascibilidad, como era, no hubiese interpretado con frecuencia a su capricho los deberes de la subordinación y, juzgando sin ecuanimidad las contravenciones a la misma, impuesto castigos y correcciones arbitrarios, tales como dar de planazos y meter en el cepo a oficiales y soldados sin discriminación, procedimientos que eran atentatorios a la dignidad de los primeros y en general de todo el ejército. Continuará…/
Fuente:
Mis primeros treinta años. General Manuel Piedra Martel (coronel del Ejercito Libertador) Ayudante de Campo de Antonio Maceo. La Habana. 1943
Págs. 147 y 148.
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