El general Gómez no había regresado de su excursión cuando Masó y Martí adoptaron aquel propósito, y como es consiguiente; Gómez al volver el 19 al campo de la Bija, siguió el rastro del núcleo hasta encontrarse con sus amigos en la finca las Vueltas. Eran las once de la mañana. De la columna española no se adquirieron más noticias hasta que no sonaron los primeros tiros. La excursión que hizo Gómez no dio resultado, puesto que no halló al enemigo por aquellos contornos. Precedieron estas circunstancias más. Al llegar el general Gómez fue recibido en gran parada por toda la tropa allí reunida; la arengó el viejo soldado con la arrogancia en él peculiar; habló de los méritos del general Masó, de su conducta acrisolada y de su patriotismo excelente, y habló también Martí. ¡Qué oración aquella, la última que pronunció su verbo maravilloso! Predicó el credo de la revolución con el fervor del apóstol, convencido de que la pureza del dogma es el sostén más firme del militante para llevarlo a la conquista del ideal, sin vacilaciones ni desmayos. Exhortó al auditorio, presa de emoción y enardecido, para que no abandonara jamás la senda del deber por inmensos que fueran los obstáculos que amontonara la adversidad. Era preferible la muerte silenciosa, lenta y cruel en medio de la soledad del bosque, como inmolación impuesta por el alma del luchador, que ve agotados todos los esfuerzos, a la vida ostentosa de los honores adquiridos al infame precio de la apostasía. Sentimientos hondos, que escapan a toda investigación, aspiraciones a la inmortalidad, traídas tal vez por el ambiente de batalla y algo más inefable, más íntimo y profundo, debió pasar en aquellos momentos por el espíritu de Martí, porque transfigurado por la pasión, dijo, en medio del éxtasis: ¡Quiero que conste que por la causa de Cuba me dejo clavar en cruz! La multitud rompió el silencio y se desbordó en entusiasmo; aclamó al Apóstol, al caudillo y al primer magistrado de la república. Escena indescriptible. Se sentaron a almorzar después que el general Masó, más conmovido que ningún otro, abrazó a Martí en presencia de la tropa oriental. Continuará…/
Fuente.
1.- Cuba crónicas de la guerra. José Miró. Tomo I. Segunda Edición. La Habana 1942. Págs. 24 y 25
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