De aquel sitio fuimos a ocupar una posición donde, según el práctico, podíamos interceptar la marcha de regreso a sus cuarteles de la columna española y rescatar a Martí (seguramente que ya el General en Jefe no abrigaba duda de que había caído en poder del enemigo); pero cuando llegamos, aquella había pasado. Volvimos entonces al lugar donde se había efectuado el combate y se confirmó la desconsoladora verdad. Allí una señora le entregó al general Gómez un papel escrito y le trasmitió un mensaje verbal de unos de los jefes de la columna, según el cual ésta conducía a Martí gravemente herido y ofrecía que en caso que se restableciera lo reintegrarían a nuestro campo. No sé si el General pudo darle crédito a una promesa tan inverosímil, pero le oí exclamar:
—Quién sabe, estos jefes españoles suelen ser caballeros.
El papel tenía el signo masón de Rosa Cruz y escritos paralelamente los nombres de Sandoval-Martí, con lo que se quiso hacer creer que era del jefe de la columna enemiga Ximénez de Sandoval, quien más tarde lo desmintió.
Tal fue la acción de Dos Ríos: una escaramuza, un episodio insignificante en el gran drama de la guerra, si la muerte de Martí no le hubiese dado tan enorme trascendencia. De trescientos y tantos jinetes de que constaba nuestra fuerza, solamente tomaron parte en el combate cincuenta o sesenta, los que constituían el centro de la columna, llevado personalmente por el General en Jefe. Del resto que quedara en la margen opuesta del río, si algunos más lo llegaron a pasar, no tuvieron tiempo para entrar en función. Nuestras bajas se redujeron a un muerto y tres heridos, si bien de estos últimos uno, el coronel Bellito, murió más tarde.
Concluida de manera tan infeliz para nosotros aquella jornada, abandonamos el campo de Dos Ríos, nuevo Gólgota, desde entonces y para todas las generaciones de cubanos unido a la memoria de Martí.
Atardecía cuando llegamos a acampar otra vez, agobiados por el peso de aquel infortunio. Nadie ahora cantaba, nadie reía. Nuestras tropas, de sólito tan jacarandosas y dicharacheras, se mostraban entristecidas, y, formando aquí y allá distintos grupos, comentaban con dolorido acento la muerte del Presidente, que así, espontáneamente, habían dado en llamarle. Llegó la hora de la queda. El toque de silencio de aquella noche tuvo, para los que allí nos congregábamos, toda la solemnidad y toda la aflicción de un De Profundis.
Fuente:
Mis primeros treinta años. General Manuel Piedra Martel (coronel del Ejército Libertador) Ayudante de Campo de Antonio Maceo. La Habana. 1943
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