Cristóbal
Colón calculó la cantidad de vino para un año, en cuotas normales, pero lo que
no tuvo en cuenta fue el exceso. En el Fuerte de Navidad, quedaron treinta y
nueve peninsulares, siendo el primer asentamiento en América, todos hombres de mar, como los llamó antes de partir de regreso a España,
que para ser llamados así, tenían que haber recorrido muchas leguas, incluida
toda la parte occidental de las costas africanas, rutas que dominaban los
portugueses, más allá del golfo de Guinea. Si eran hombres de mar, tenían que
ser aventureros, rústicos, bárbaros, iletrados la gran mayoría, sin escrúpulos
otros, e incluso criminales algunos. Se imaginan aquella calaña rodeada de cientos
de hombres y mujeres, desnudos como la
madre los trajo al mundo, inocentes, con una inteligencia primitiva
comparada a las de los niños;
disponiendo a su antojo y en un desenfreno, que como dijera un
escritor, excedieron en su lascivia a las bestias, y hasta crearon cemí, ya sea
como burla o divertimento rememorando las spintriae
romanas, fichas que representaban los actos o símbolos sexuales.
Durante casi
once meses, ¿qué no hicieron aquellos treinta y nueve marinos con una inteligencia
superior a la de los nativos? Hombres ociosos. Acaso no es lógico que cuando
los peninsulares en sus borracheras, en medio de las orgías obligaran y/o participaran con los nativos,
lo hicieran bailando alrededor de una fogata, recordando los ritos (areitos) guineanos o de otras partes de
África, al son de los tambores y calabazos con semillas y que como burla le
colocaran cascabeles en los tobillos, le pintarrajeaban las caras y los cuerpos,
poniéndole plumas de guacamayas en las cabezas, brazaletes de guanín, oro o
cobre en los brazos, o de hojalata elaborados de las armaduras o de las
cazuelas, como ya se lo hacían cuando los tomaban prisioneros en sus naves, y
en medio de aquellas fiestas, más con el vino, que con la cohoba, porque el
humo solo marea unos instantes, pero el alcohol los dejaba tendidos, inconscientes durante largo tiempo, incluso hasta días producto de las
borracheras, cosa nueva jamás visto por ellos. Y les metieran miedo a través del
humo, haciéndoles creer que alteraba el estado normal de los hombres, y de la
música, que la utilizaban para comunicarse con seres del más allá, haciendo las
pantomimas ceremoniales que vieron hacer en tierras africanas, y aquí la hacían
para divertirse, ensalzando los relatos aventureros en sus guerras contra los
moros, o las fábulas orales, árabes, africanas y porqué no, judías a partir de los
pasajes bíblicos, que no se cansaban de repetir como loros, una y mil veces, a
los oídos de sus pasmados oyentes, en medio de la embriaguez, o sin ella, en
los momentos de ocio, perturbando sus mentes vírgenes para así doblegarlos y
dominarlos a través del miedo, y luego de que murieran o desaparecieran aquellos treinta y nueve testigos peninsulares, algunos nativos, los más listos,
mantuvieran el secreto para por medio del temor y la ignorancia doblegar a los suyos
en sus tribus, como bien lo habían hecho con ellos, y mucho después los
cronistas, veían las fiestas de los nativos como todo un rito o una ceremonia,
para comunicarse con sus ancestros bautizándolas con el nombre de areito. Cuando
Cristóbal Colón regresó con 1500 hombres, en busca de los treinta y nueve que
dejó en el Fuerte de Navidad, ni por su mente pasó que aquellos areitos habían
sido los cantos y los bailes creados por sus congéneres.