La epidemia se dispersó como bola por tronera en una marcha mortífera entrando en los muros de más de diez pies de la Habana amurallada (Hoy Habana vieja), sembrando la consternación, burlándose de los parches, papelillos y toda clase de pretendidos preservativos, el alcanfor, el cloruro y el vinagre, que apestaban el aire. Alguna que otra puerta al abrir interrumpía el silencio general, para sacar el cadáver, mientras quedaban en las casas otros que agonizaban. A la servidumbre doméstica (los negros) al padecer un síntoma se les atojaba los perros para sacarlos a la calle, donde morían sin auxilio de nadie. Al terror y al pánico general contribuyeron los cierres de las tiendas, los puestos de vendedores desaparecieron, las calles desiertas atravesadas por literas y camillas, donde sólo los curas, los médicos, y los estudiantes de medicina como siempre fueron los primeros en presentarse ante el peligro para arrancar víctimas a la peste que se detenía en una casa, donde generalmente no se circunscribía a un solo individuo, aparecía en lugares que se creían preservados y saltaba formando curvas indescifrables para la inteligencia humana. Las familias aterrorizadas abandonaban sus hogares, sus comodidades, huyendo hacia las poblaciones lejanas del miasma, que tal vez llevaban en los pliegues de sus propios vestidos. Los carros fúnebres durante la noche y a la luz de las antorchas de brea conducían cadáveres al reducido Campo Santo de Espada, obligando al gobierno sepultar en improvisado cementerio, donde se alza un paseo terminado por la Quinta de los Molinos (Recreo de los Capitanes Generales), “muy cerca de lo que es hoy la calzada de Ayestarán, el campamento de Las Ánimas para enfermos infecciosos, en el área del actual Hospital Pediátrico de Centro Habana, donde se abrió una fosa y enterraron unos 1 500 cadáveres”. Aunque el problema no era dónde enterrar los muertos sino quien los trasladaba (utilizaban los esclavos), el que los llevaba hoy, y moría mañana. La Habana amanecía bajo los tronidos de las salvas de los cañonazos de las fortalezas, no era (como dicen) para espantar la epidemia, sino una creencia muy extendida que la pólvora purificaba el aire, incluso desde tiempos antiguos a los enfermos se le ponían debajo de la cama, platillos para incendiar la pólvora y purificar la habitación.
- Cólera Morbo Asiático. Tratamiento preservativo y curativo de esta enfermedad. Juan Latirga. Madrid. 1854.
- Rosain, Domingo. Necrópolis de La Habana. 1875. Pág. 419 – 423.
- Ave María Habana, novela de mi autoría, finalista del premio Hispania, en proceso de publicación en Madrid. España.