Posteriormente se supo que Máximo Gómez había declarado a un corresponsal del Heraldo, de Nueva York, que era completamente cierto, la muerte de Martí, ocurrida en una sorpresa de que fue víctima, cuando se dirigía a la costa para embarcarse, por ser necesaria su presencia en el extranjero. Declaró también el generalísimo que con Martí murieron casi todos los que le escoltaban, y que él mismo fue herido y estuvo a punto de caer en poder de las tropas españolas.
A poco de haberse separado Martí de mi—dijo Gómez—oí un nutrido fuego hacia la parte a donde aquel se había dirigido.
Como solo llevaba una pequeña escolta, esperando encontrar a Banderas, o, a Rodríguez, a la primera sospecha de que hubiese podido tener un encuentro con las tropas peninsulares, Borrero se apresuró ir a reunirse con él. Levanté campo apresuradamente y seguí con mi gente a Borrero; pero llegué ya demasiado tarde.
Martí había sido ya muerto y barrida toda la vanguardia de nuestra columna.
El desgraciado Martí cayó en una estrecha quebrada, entre hombres y caballos muertos.
El lugar de la emboscada había sido tan bien escogido, que fue para nosotros un ataque concentrado. Estábamos materialmente envueltos. Yo recibí heridas ligeras al defender con mi cuerpo el cadáver de mi desventurado compañero y por último, un balazo me dejó aturdido, y haciéndome perder el equilibrio, caí al suelo.
Borrero me salvó. Al fin, logramos atravesar las líneas enemigas, y nos retiramos,
dejando en el campo el cadáver de Martí. Repasamos el río descansamos y dimos sepultura a uno de mis ayudantes de campo, lo cual dio motivo a que se hiciera circular el rumor de mi propia muerte.
Nos procuramos medicinas para curar a los heridos, y proseguimos nuestra marcha.
Yo permanecí por aquellos alrededores algunos días, para conferenciar con los jefes que merodeaban por Holguín y las Tunas, hasta que conseguí conferenciar con Antonio Maceo, para mi marcha definitiva al Camagüey.
Fuente:
1.- Cuba española. Reseña histórica de la insurrección cubana en 1895. Emilio Revertér Delmás. Barcelona. 1896. Págs. 347 – 348.